VIDA CONSAGRADA Y HOLOCAUSTO

Partiendo del contexto de la conmemoración del veinticinco aniversario de la publicación de la Exhortación Apostólica Vita Consacrata publicada por el Papa Juan Pablo II el 25 de marzo de 1996, nos parece importante hacer una reflexión, no a propósito de los resultados de este documento en los círculos religiosos, sino una mirada sobre la dimensión oblativa de la vida consagrada.

En efecto, la grandeza del valor de la vida consagrada tiene su fundamento en el hecho que es una pura gracia trinitaria (1). En primer lugar es importante recordar que la iniciativa de la vocación viene de Dios como su fuente y su culminación. Entonces, es un reflejo de la consagración del Hijo al Padre. Finalmente, es una manifestación histórica y concreta de la acción del Espíritu obrando en el mundo para la santificación de los hombres y la Gloria de Dios.

Visto así, es evidente que la vida consagrada es anticipación y primicia de la vida futura. Y este es precisamente el corazón de las Reglas y de los Consejos evangélicos. Porque, en efecto, por la Regla, el religioso se ofrece enteramente a Dios en la escucha interior de su voz a través de su familia que es la comunidad religiosa; la atención a la oración, el cuidado de la liturgia como participación y unión al único cántico del Hijo al Padre. También los sacramentos, entre los que se encuentran la reconciliación y la eucaristía, son respectivamente signos efectivos y acción de purificación de la oblación común con Cristo para la salvación del mundo por parte del religioso. Aquí, de hecho, el religioso muere en su carne dejándose sumergir y vivir sólo por Cristo hasta tal punto que pueda decir diariamente como el apóstol Pablo: “Hermanos, dejé de vivir para la ley, para vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado: vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, mi vida hoy, en la condición humana, la vivo en la fe al Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí ”(2).

Además, junto a esta dimensión espiritual orientada a la contemplación, la vida consagrada como don de Dios es también santificación del tiempo a través de los consejos evangélicos. De hecho, con la obediencia, el religioso da testimonio de su humilde sumisión a Dios, despojándose de sí mismo y de su voluntad personal para buscar la voluntad de Dios en los acontecimientos y desafíos de la vida por medio de su superior jerárquico. Asimismo, la pobreza como renuncia a la posesión de los bienes materiales, para dedicarse más íntegramente a la búsqueda de Dios y al bien espiritual que puede otorgar para vivir en anticipación el despojo espiritual a imagen de Cristo que se hace pobre por nosotros (3). Lo mismo sucede con la castidad por el Reino de Dios, que es un don gozoso, gratuito y generoso del corazón del hombre para un amor más intenso y abierto a Dios siguiendo a Cristo Esposo de la Iglesia (4).

En vista de lo anterior, parece, pues, que la vida consagrada recibida como don de Dios es también una respuesta humana que exige el don de sí mismo como ofrenda sacrificial gratuita y gozosa, haciendo del hombre un holocausto espiritual, perfecto y santo, agradable a Dios.

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(1) J. PABLO II, Exhortación Apostólica Vita Consacrata, nº1.
(2) Cf. Gal 2, 19-20.
(3) P. C, nº 13.
(4) P. C, nº 12.